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Carmen Amaya y Antonio El Bailarín: historia de un encuentro


Fue en Buenos Aires en el año 1937, cuando sobre el escenario del Teatro Maravillas actúan por primera vez en un mismo espectáculo, titulado “La maravilla del Maravillas”, dos figuras cumbre que marcarán la historia de la danza española del siglo XX: Carmen Amaya y Antonio El Bailarín. Un recorrido de similitudes y diferencias marcará la vida y el estilo de estos grandes artistas que, huyendo de la Guerra Civil, se convertirán en los mejores embajadores de la cultura española por todo lo largo y ancho del Nuevo Mundo.


Ambos constituyen un gran ejemplo de lucha y superación hasta obtener el reconocimiento internacional, habiendo vivido en su infancia unas circunstancias de extrema miseria en dos ciudades tan distantes de nuestra geografía como son Barcelona y Sevilla.


Carmen Amaya es hija de la Barcelona flamenca, de una tradición que se desarrolla durante el siglo XIX para consolidarse definitivamente con la celebración en la Ciudad Condal de la Exposición Universal de 1.888. Según relata Francisco Hidalgo, en su biografía sobre la artista (1), ese momento marcará el inicio de la Edad de Oro del flamenco en Cataluña.



¿Cuáles son los factores que motivan este arraigo cultural? En primer lugar factores de índole económica, pues el desarrollo industrial hizo de Cataluña en un polo de atracción para la mano de obra proveniente de otras regiones menos favorecidas de España. La inmigración andaluza trae consigo su cante y sus danzas propias. Pero la pujanza económica también genera la existencia de un público burgués e intelectual que demandará en los cafés-cantantes barceloneses la presencia de los más célebres cantaores y bailaores del momento. La celebración de la Exposición Universal de 1.888 aumentará este interés con la llegada masiva de turistas deseosos de conocer el arte del flamenco.



De los múltiples cafés-cantantes que surgen a partir de ese año, el más célebre es el Villa-Rosa, el cual es considerado históricamente como uno de los templos del flamenco en España. Sito en la barcelonesa calle del Teatro número 3, por el pasaron las más importantes figuras como la Malena, la Macarrona, Antonio Chacón, Borrull (padre de Trinidad), la Niña de los Peines, Manuel Torre, Manuel Vallejo, Estampío, Frasquillo, el Cojo de Málaga (que se afincó en Barcelona hasta su muerte en 1940), Faíco…

El día 2 de noviembre de 1913, en una chabola del barrio marginal del Somorrostro barcelonés, frente al mar, nació Carmen Amaya. Ella misma lo relata en sendas entrevistas:


“Nací a orillas del mar. Mi vida y mi arte nacieron del mar. Mi primera idea del ritmo y la danza me vino del ritmo de las olas”.


“Las dos ramas de mi familia proceden del Sacromonte granadino, pero yo soy catalana de los pies a la cabeza. Aunque no hablo catalán lo entiendo perfectamente”.


Fue la segunda de once hermanos de los cuales vivieron seis. Su madre se llamaba Micaela y era hija de un tratante de ganado; su padre, José Maya, el Chino, era un guitarrista que se ganaba la vida actuando en colmados y tabernas. Y así transcurrió la infancia de la bailaora, acompañando desde los cuatro años de edad a su padre en su deambular nocturno de taberna en taberna hasta el amanecer, para ganarse unas monedas con que alimentar a la familia.


Sebastiá Gasch describe una actuación de la niña Carmen Amaya:


<<Llamábanla La Capitana. Era gitana de pura cepa. Desde la raya del pelo hasta los talones que volaban sobre la guitarra de su padre, el Chino. Con sangre de faraones en la palma de las manos. Apenas contaba los doce años de edad. Apenas levantaba un palmo del suelo. Sentada en una silla sobre el tablao, la Capitana permanecía impasible y estatuaria, altiva y noble, con indecible nobleza racial, hermética, inatenta a todo cuanto sucedía a su alrededor. De pronto, un brinco. Y la gitanilla bailaba. Lo indescriptible. Alma. Alma pura. El sentimiento hecho carne. El tablao vibraba con absoluta brutalidad e increíble precisión. La Capitana era un producto bruto de la Naturaleza. Como todos los gitanos ya debía de haber nacido bailando. Era la antiescuela, la antiacademia. Todo cuanto sabía ya debía saberlo al nacer>>


Su padre hubiese deseado, sin embargo, que se dedicase al cante, consciente la dureza que el esfuerzo físico de la danza acarreaba. Y cuentan que una vez, cuando Carmen salía aclamada de un teatro, exclamó entre lágrimas: “!Pobrecita Carmen, me la han desgraciao, con lo bien que cantaba!”



Antonio el Bailarín (1921-1885), nace en Sevilla en el número 1 de la calle Álvaro de Bazán. Su madre, Dolores Soler, afrontaba con desesperación su décimo embarazo, hasta el extremo de acudir a una vecina con fama de hechicera que le dio a beber una poción para que abortara.



Pero nada se pudo hacer contra la naturaleza, y aquel niño vino, como vulgarmente se dice, con un pan bajo el brazo. Relata en su autobiografía, dictada a Pedro Fuentes-Guio, que un día, cuando sólo contaba cuatro años de edad escuchó en una placilla a Juan, el organillero, y como llevado por un instinto que le nacía de muy adentro, el niño se puso a bailar con tal gracia que las mujeres le echaban monedas desde los balcones. Ese día llevó por vez primera unas pesetillas a su madre, que vivía en un estado de absoluta precariedad junto con sus hermanos. Y es que en el hogar de Antonio el Bailarín, se vivía un ambiente de malos tratos, pues su padre solía llegar a casa borracho, habiendo dilapidado su sueldo de cochero por las tabernas, y propinando fuertes palizas a su madre, que el niño presenciaba escondido bajo la cama. Cuando bailaba se sentía libre.



Su tía paterna, consciente del talento natural del niño, le pagó unas clases en la academia del maestro Realito, para que aprendiese las cuatro sevillanas clásicas y así verle bailar en la Feria.



El maestro, admirando el talento del niño y conocedor de las necesidades económicas de su familia, continuó dándole las clases de forma gratuita. Fue allí donde una niña llamada Florencia Pérez sería desde entonces su pareja de baile, con el nombre artístico de Rosario. Ellos formaron pareja como niños bailarines, que inicialmente se denominó “Los Petit Sevillanitos”(sic), y que posteriormente alcanzarían la fama como “Los Chavalillos Sevillanos”, y en la edad adulta como “Antonio y Rosario”.


A diferencia de Carmen Amaya -que jamás pisó una academia y siempre conservó un flamenco indómito en estado puro-, Antonio el Bailarín se forma con los mejores maestros de su tiempo, pues sus representantes artísticos son conscientes del gran filón de talento que poseían la parejita sevillana. Así, Antonio y Rosario completan la formación obtenida con el maestro Realito con los estudios de danza española de maestros tan prestigiosos como Manuel Otero, Ángel Pericet y Frasquillo.


Unas carreras en trepidante ascenso, se ven truncadas por el estallido de la Guerra Civil el 18 de julio de 1936, que les hará abandonar su patria y escapar a Buenos Aires, aunque por itinerarios diversos.


Carmen Amaya se embarca para las Américas


Carmen Amaya estaba actuando en Salamanca cuando estalló la contienda, pero sale para Lisboa con parte de su troupe. Allí tenían un contrato que se canceló inesperadamente. En esta lamentable situación se encontraron al pianista Manuel García Matos, que en su libro “Mi obra, mi vida y mis recuerdos” lo narra así:


<<Poco tiempo después llegó a Lisboa Anita Sevilla y más tarde conecté con Carmen Amaya, que estaba allí con su padre y su hermano. Una anécdota digna de mención en aquellos inciertos días fue la forma en que Carmen Amaya y yo logramos introducirnos en el Café Arcadia, lugar de reunión muy aristocrático en el centro de Lisboa (…) un día pudimos obtener de los camareros que, bajo cuerda, es decir, sin consentimiento del dueño, nos dejasen actuar. Carmen Amaya se puso su mejor traje y yo la acompañé al piano, de forma que Carmen subida al estrado comenzó a cantar y bailar canciones populares y yo toqué “El Amor Brujo” de Falla. De esta forma, obtuvimos tal éxito entre el público, que a petición del mismo, el dueño nos contrató>>


Una vez logra reunir a toda su familia, Carmen Amaya se embarca rumbo a Buenos Aires, y no regresará a España hasta transcurridos once años. Los detalles de la travesía son dignos de contar pues son muy reveladores del temperamento de la artista, la cual relataría a un reportero:


<<Yo algunas veces ensayaba mis bailes a bordo y los alemanes se quedaban boquiabiertos, porque yo no sé qué tenemos los gitanos que gustamos a too er mundo. Y es que los gitanos somos er cormo. La gente dice que si sí que si no, pero al final tiene que aceptarnos como somos. Y ¿Qué sería de los pobresitos payos si no hubiera gitanos por er mundo? Pero los alemanes de a bordo eran unos tíos muy desaboríos que no sabían decir ni ¡Olé! Y me gritaban. “brr..” con más erres que una carreta. Yo cansada de oír tanto ¡Bravo! Le dije a un pelirrojo de aquellos: ¡Bravo será el toro que te agarre a ti, so asura…!>>


Al preguntarle a Carmen sobre el miedo que los gitanos tienen al agua, ella afirma:


<<Y no han mentido. Es más difícil hacer viajar por mar a un gitano que encontrar a un torero con temor. Yo había tenido proposiciones, hace algunos años, de ir a bailar en compañía de Vicente Escudero a Nueva York, pero cuando supe que no se podía ir de otro modo que por agua, renuncié (…). Y que si sí que si no, un día cerrando lo ojos, subimos al barco. Desde que nos dieron el pasaje y lo metimos en el bolsillo ya empezamos a marearnos, mi hermano, mi padre, El Pelao, y hasta el borso de mano. Pa que voy a contar cuando nos vimos en alta mar y así muchos días…>>


El guitarrista Pelao, que viajaba con ellos, no paró de hacerse la misma pregunta durante el trayecto: “¿Pa qué tendrá el mar tanta agua?”. Este terror al mar siempre acompañó a Carmen en todas sus travesías, y tal como relata Afredo Mañas una vez se le quejó la bailaora diciendo: “!Qué vida ésta, Mañanitas, en la tierra los civiles y en el mar los tiburones!”



La huída de Antonio y Rosario


“Los chavalillos sevillanos” estaban actuando en Barcelona, y se alojaban en la pensión Durán -dónde solían pernoctar los artistas de varietés que actuaban en los cabarets del Barrio Chino-, cuando les sorprende el alzamiento del 18 de julio. Según relata Antonio, el Bailarín, en su biografía autorizada, ellos sintieron de inmediato que algo raro sucedía. Se despertaron con gritos y algaradas que provenían de la calle. A través de las ventanas vislumbraron grupos de gente que corrían por las calles. Pero al principio no le dieron mayor importancia. Los disturbios de este tipo eran muy frecuentes en la II República y pensaron que en unas horas todo volvería a la calma. Pero no fue así. Su temor fue en aumento cuando advirtieron que los carros de combate y la caballería tomaban las calles de la ciudad. La radio confirmó los peores pronósticos: España estaba en guerra. ¿Qué podían hacer? Ninguno se atrevía a salir de la pensión, y allí permanecieron encerrados varios días. La situación era angustiosa. Los víveres se agotaron. Los travestis de la pensión –llamados por aquel entonces “imitadores de estrellas”- iban y venían por los pasillos presos de la histeria. Tenían que salir a buscar comida, aunque en ello les fuera la vida.



Cuando el hambre fue más fuerte que el miedo, Antonio y Rosario, junto con Doña Julia, la madre de esta que los acompañaba a todas partes, salieron a la calle dominando el terror. El bailarín nunca olvidaría la impresión que le causó ver el estado de la ciudad. Parecía otro mundo. Todo estaba pintado de rojo y negro: paredes, tranvías, taxis… ¿Qué había sucedido? El joven artista, que sólo tenía 15 años de edad, nunca lo llegó a comprender. Y siempre recordará aquel día en el que un miliciano se acercó a él con aire de amenaza, y de un tirón le arrancó la medalla de la Virgen que adornaba su pecho.


Los republicanos sofocaron el conato de insurrección y la CNT y la FAI se adueñaron de las calles. Una aparente calma regresó a la ciudad y los teatros y cabarets volvieron a su actividad. Antonio y Rosario fueron llevados por la fuerza a actuar en el Teatro Tívoli, sin que pudieran negarse, ni saber siquiera, cuánto les iban a pagar. Su desagrado fue mayúsculo cuando cada noche se les obligaba a salir a saludar con el puño en alto, pues detrás de las cortinas había un señor armado con una pistola que los vigilaba.


La preocupación sobre lo que podía haberle sucedido a su madre y a sus hermanos le angustiaba, pero era imposible saber de ellos y casi no tenía dinero, ni forma alguna de hacérselo llegar.


Esta sensación de alejamiento de sus seres queridos se acrecentó aun más, cuando fueron obligados a ir en una gira por el sur de Francia destinada a recaudar fondos para el Frente Popular, y en el mes de octubre del 36 cruzaron la frontera. Actuaron en Montpellier, Carcassonne, Beziers, Narbonne, Toulouse, Séte y Perpignán. Al término de cada espectáculo, los artistas tenían que pasar la bandeja entre el público vigilados por un hombre armado a sus espaldas. Aun así, cuando podían, se escondían algunas monedas en la boca.



Al cabo de tres meses de “gira”, estaban en Avignon cuando les informaron que al día siguiente regresaban a Barcelona. Se encontraban privados de visado, pasaporte o cualquier medio de identificación, pero anhelaban ser libres.


Gracias al dueño del hotel, que quiso ayudarlos y los escondió bajo las camas de sus aposentos privados, y a pesar de que los milicianos pusieron el hotel patas arriba buscándolos, no los encontrarlos y lograron escapar.



Fue entonces, al cabo de muchas vicisitudes por varias ciudades del sur de Francia, cuando un empresario de variedades llamado Marquesi, les ofreció un contrato para actuar en Argentina. Una esperanza se abrió para Rosario y Antonio. Pero, ¿Cómo podían salir del país sin tener papeles? Antonio, ni corto ni perezoso fue a hablar con el Cónsul español en Marsella, que escuchando el relato de sus aventuras, le preguntó:


-Y ¿Cómo puedo saber yo que ustedes son artistas?


-No se preocupe, le haremos una demostración cuando guste- respondió Antonio.


Y así, al día siguiente, acudieron temprano a casa del cónsul, que aun estaba en pijama y bata, y de esta guisa bailaron para él y su familia, sin que desde ese momento albergasen duda alguna sobre su identidad de bailarines, por lo que, inmediatamente, se les facilitó el visado.


America: una nueva vida


En aquel año de 1937 a su llegada a Buenos Aires, Antonio y Rosario se incorporan al espectáculo del Teatro Maravillas, “La maravilla de las Maravillas”, con el que Carmen Amaya estaba obteniendo un rotundo éxito, permaneciendo en cártel durante nueve meses. Fue la primera vez que Antonio, el Bailarín y Carmen Amaya se encontraron.



“La maravilla de las Maravillas” debió se algo memorable. Una coincidencia en el tiempo y en sus vidas, que a partir de ese momento tomaron rumbos diferentes, pero alcanzando ambos las más altas cumbres del reconocimiento internacional en el nuevo continente.


Carmen Amaya, Antonio el Bailarín, simbolizan una historia de superación personal. Dos leyendas de la danza que con su talento pudieron transformar la dificultad en ventaja, y a pesar de los sufrimientos, lograron sobreponerse a las circunstancias más adversas para llevar el genio español por todos los rincones del mundo.


MERCEDES ALBI


(1). Su libro “Carmen Amaya. Cuando duermo sueño que estoy bailando”, constituye un excelente trabajo de investigación, sin cuyos datos no hubiera sido posible elaborar este artículo.

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