Cuando una producción balletística lleva a sus espaldas 25 años de representaciones, no es por mera casualidad. Esta Bayadera de Patrice Bart sobre el original de Marius Petipa, le fue encargada en 1998 para el Ballet de la Ópera de Múnich / Bayerisches Staatsballett, actualmente bajo la dirección de Laurent Hilaire.
La historia es un dramático triángulo amoroso entre la bailarina del templo, Nikiya; su rival, Gamzati, hija del Rajá, que se disputan el amor del guerrero Solor.
Llama la atención que en los tiempos actuales haya quien plantee el absurdo de si el emblemático título, estrenado en el San Petersburgo zarista de 1877, pudiera herir la sensibilidad de los hindúes. Es lo mismo que si nos cuestionásemos que las danzas españolas que Petipa incluía en sus ballets pudiesen constituir una ofensa. A nosotros, carentes de complejos coloniales, nos sucede lo contrario. El público siempre aplaude a los bailarines extranjeros cuando abordan la danza española, aceptando con benevolencia los errores o diferencias estilísticas, pues agradecemos su buena intención como un reconocimiento a nuestra cultura. La recreación de las bayaderas o de las cigarreras de la ópera Carmen, por poner otro ejemplo, pertenece al mundo de la fantasía y no deben juzgarse bajo ópticas inexistentes, ni adulterar su significado buscándole los tres pies al gato.
La India imaginaria, donde se supone que tiene lugar la acción, realizada por el escenógrafo japonés Tomio Mohri, tiene una puesta en escena que traspasa los límites geográficos concretos, para convertirse en una continua evocación estética de diversos influjos. Por ejemplo, hay un tipo de tocado que llevan las bailarinas que es del mismo tipo que del que luce, en el famoso cuadro de Vermeer, “La joven de la perla”. Es incomprensible que juzguemos con un pernicioso reduccionismo fronterizo una obra maestra que va más allá, con el don de saber combinar explosiones de barroquismo con un delicado minimalismo made in Japan, siempre totalmente armónico. Crece el lujo pero luego se adelgaza y traspasa. No hay nada inerte en esta maravillosa producción, iluminada por Maurizio Montobbio.
Las escenas pantomímicas han desaparecido, todo se cuenta con danza. La versión de Nuréyev que constaba de tres actos, se ha reducido a dos, por lo que le otorga fluidez y no decae el interés de espectador a lo largo de las dos horas y media de duración de la obra. No olvidemos el reto que supondría a Patrice Bart (París 1942) afrontar una de las coreografías señeras de su “jefe”. Fue Rudolf Nuréyev quien lo nombró asistente principal después de su exitosa carrera como étoile de la Ópera de París. Por tanto, conocía a fondo la Bayadera parisina, incluso había interpretado el papel de Solor. Patrice ha profundizado en algo que ha interiorizado como artista, por eso supo profundizar en la obra, adelgaza su barroquismo, ganando en elegancia.
La música de Minkus, bajo la batuta de Kevin Rhodes, se sincronizó a la perfección con la danza y ajustó los finales de los solos con exacta precisión. El Ballet de la Ópera de Munich tiene unos bailarines excelentes, muy bien coordinados. Lauretta Summerscales como Nikiya, brilló desde su primera aparición en escena, una bailarina muy estética con una delicadeza conmovedora, junto con Bianca Teixeira como excelente Gamzati; también el Ídolo Dorado de Shale Wagman entusiasmó al público. Jinhao Zhang fue un Solor más noble que acrobático.
La escena final se aleja de la solución romántica al uso, pero es casi más poética si cabe. Y es que Gamzati no es perversa, sino que arrepentida gana en humanidad, figurando con Solor y Nikiya en un mismo plano y destino.
MERCEDES ALBI
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